Opinión | El ruido y la furia

El ilegal

Pasó frío, tuvo miedo, estuvo enfermo sin que nadie pudiera cuidarle, darle consuelo

El portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Murcia, José Ángel Antelo, en una concentración en Torre Pacheco, junto al cartel "No más ilegales".

El portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Murcia, José Ángel Antelo, en una concentración en Torre Pacheco, junto al cartel "No más ilegales". / Iván J. Urquízar

Pidió prestado el dinero para el viaje a su maestro, Miguel Torres, el hombre que le enseñó a trabajar el metal. La mayor parte del dinero se la dejó a su mujer para que pudiese ir tirando hasta que cambiase la suerte. Después de pagar el billete de tren le quedaron tan solo unas pocas monedas que nada más alcanzaron para una semana de pensión y un paquete de tabaco. Sin papeles, sin saber el idioma, solo en una ciudad extraña a más de mil setecientos kilómetros de su casa, Manuel iba a buscarse la vida con los bolsillos vacíos.

Pasó días sin comer, buscando por todas partes hasta que le dijeron que en tal sitio necesitaban a alguien que supiese trabajar con un torno. Nunca entendió muy bien qué providencia le ayudó a llegar hasta el sitio en cuestión desconociéndolo todo, pero lo hizo y por señas pidió el trabajo. Le dieron unos planos, unas herramientas, el material necesario. Con la cabeza dándole vueltas por el hambre hizo la pieza requerida y consiguió el puesto.

El ilegal trabajó, aprendió el idioma (los idiomas, en realidad), hizo vida monacal, ahorró todo lo que podía para enviarlo a casa, a su casa, a la orilla del sur desde el que había salido, allí donde había quien le esperaba. Pasó frío, tuvo miedo, estuvo enfermo sin que nadie pudiera cuidarle, darle consuelo, preguntarle «¿estás mejorcito?», con la dulzura de los diminutivos. Cuando tuvo lo suficiente para poder salir adelante, dar la entrada de un pisito (una fastuosa mansión de sesenta y ocho metros cuadrados en un barrio humilde donde criar a sus cuatro hijos), decidió volver. No se hacía a otro horizonte que el del rebalaje, a otra luz, a otros vientos, a otros acentos. Regresó tan ilegal como se fue, sin haber hecho más que quitarse el hambre y la miseria.

Años más tarde, cuando el Alzheimer le arrasó la memoria, lo único que le quedó fue el recuerdo de aquella ciudad donde había sido ilegal, a la que seguía viendo cuando miraba por la ventana del hospital, y se pasaba las horas explicando: «Mira, mira. Allí, en aquella esquina, es donde compro el chocolate y el tabaco, y allí, en la otra acera, un poco más adelante, donde me tomo el café». Y luego me rebuscaba en los bolsillos unas monedas para dársela a su mujer, preocupado siempre de que tuviera lo necesario para vivir. No sé qué diría ahora, viendo todo este horror de salir a cazar al inmigrante en una tierra que si algo dio fueron emigrantes. Daría más de lo que tengo por sentarme a tomar un café con Manuel y que me contara otra vez el dolor que sentía cuando le llamaban «cochon» (cerdo) solo por ser de otra parte. Manuel, el ilegal. Mi padre.

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